febrero 13, 2008

De cómo un temblor termina en rompimiento

La mañana había comenzado con una sacudida.
El movimiento telúrico de seis coma seis en la escala de Richter junto con el crujir de vigas y paredes en toda la casa me puso de pies muy temprano.
Lo primero que hice fue tranquilizarme y esperar a que mi ritmo cardiaco se normalizara. Lo segundo fue llamarte.
-Todo bien “chiquito”, gracias. Fueron tus palabras.
Y todo tranquilo.
La mañana transcurrió rápida y fructífera. Realicé un par de trámites burocráticos y fui al banco; te acompañé al Seguro Social y a la hora de la comida disfrutamos unas ricas milanesas y un gran puré de papas cortesía de tu hermana, que dicho sea de paso, tiene bandera blanca para casarse una vez demostradas sus dotes culinarias.

En la tarde, el prometido café se demoró hasta comenzada la noche y como a eso de las siete llegué a tu casa con un par de galletas de avena y unas rebanadas de pan de plátano.
Me llamó la atención que cuando llegué te estuvieras arreglando para salir, y cuando hiciste la clásica pregunta “¿Quieres hacer algo?” me sonó a “Tengo planes, pero si quieres salgo contigo”, lo cual, aunque es amable de tu parte, me dice que ya estabas planeando algo antes de decirme que viniera a tomar café.
Después vino la molesta indecisión: ¿Cine o cena?, ¿Qué función?, ¿Qué cine?, mas bien como que no tenías ganas de nada de eso.
Y tu celular que empezaba a sonar pero que no te atrevías a contestar enfrente de mí.
Y ahí todo empezó a quebrarse, una grieta se dejó ver en la ya de por sí debilitada columna de nuestra relación.

-“Son mis amigas pero no quiero salir con ellas”. Y no contestabas…
-“Bueno pues contéstales y diles que no puedes porque ya tenías compromiso conmigo”. Y no contestabas…
-“O bueno, ve con ellas, no hay problema, nos vemos mañana”. Pero no te decidías.
Querías acudir a tu cita pero temías que me fuera a molestar contigo, a pesar de que yo no tenía ningún problema. Y el teléfono sonaba y volvía a sonar un rato después.
Decidimos ir al cine y tu querías que fuéramos al mas lejano, el teléfono volvía a sonar y tu te mostrabas indecisa, insegura, no me daba la impresión que quisieras ir conmigo.
Finalmente decidí cambiar rumbo y te insistí que contestaras el teléfono y dijeras que no ibas a poder ir, o que les dijeras que si y yo no tendría ningún problema. Pero no contestabas. Temías que al no servir tu teléfono y tener que contestar con el altavoz activado, yo escuchara la voz de un hombre en vez de la de tu amiga.
Yo ya sabía de qué se trataba.
Más sabe el diablo por viejo…

Te pedí que por favor contestaras el teléfono, y te negaste, lo pusiste en silencio y lo guardaste en la bolsa del pantalón. Mi molestia se iba transformando en enojo.
Te advertí que si no contestabas el teléfono no te lo perdonaría.
Tú insistías que era tu amiga y que ya había dejado de llamar.
El jugo y el queso fundido mezclado con la bilis me cayeron como bomba, te dejé en tu casa, enojado por tu mentira. Y traté de calmarme, estaba dispuesto a relajarme poniéndome cómodo en la casa y dormirme temprano.

A las once te llamé para darte las buenas noches. No contestaste.
Una y otra vez te marqué y no contestaste; nunca me habías dejado de contestar. Llamé a tu casa y me dijeron que no estabas; me encabroné. Te mandé mensajes y nada. Cero.

Yo no estaba preparado para algo así. Aún ahora me es difícil explicar.
Cuando finalmente me contestaste y sabías que no podrías seguirlo ocultando me confesaste que habías salido con un antiguo novio.
Yo no sabía tus nobles intenciones: querías dar fin a una larga historia que no había cerrado de manera definitiva. Pero nobles intenciones o no, me habías mentido toda la tarde, me habías tratado de ocultar algo que ya habías planeado.
Me mentiste aún cuando te había advertido que no te lo perdonaría.
Ofuscado por la ira te llamé muchas cosas; te mandé a la chingada y en una ocasión, creo que hasta más lejos. Quise desquitar contigo lo que no pude con otras que me hicieron lo mismo, pero que nunca fueron mis novias (¿son todas las mujeres iguales?).
Te esperé en la puerta de tu casa y los vecinos se enteraron de todo el chisme. Yo hice un pancho, tú hiciste un drama, tu hermana nos hizo tercera, el fulanito con el que saliste no hizo nada. Hice lo que nunca había hecho, me comporté peor que nunca, me convertí en lo que siempre he odiado, la relación cayó en donde siempre había evitado. Nos faltamos el respeto en muchos niveles. Y cuando se falta al respeto, ya no hay razón de seguir.

El día terminó como había comenzado: con una sacudida. En esta ocasión no había escala capaz de medir el movimiento ocasionado por la mentira y la desconfianza. Simplemente la casa se vino abajo.
Ahora, contemplando las ruinas intento guardar un recuerdo que me lleve a tiempos mejores, cuando la casa rebozaba de alegría y en la mesa se servía vino, queso y pan.

“Después de la tempestad viene la calma”